jueves, 30 de abril de 2009

invisibles


Caminamos todos los días como sonámbulos.
Bajamos del subte o del colectivo y hacemos mecánicamente las cuadras que nos separan de la facultad, trabajo o colegio.
Sin mirarlos, sin advertir sus caritas de tristeza. No existen para nosotros, son una parte más del paisaje.
Los chicos de la calle. Perdieron su infancia. Se las robaron. En ese momento de sus vidas en que deberían estar jugando con sus amiguitos o en el colegio, están trabajando, mendigando.

Haga frío, llueva, con calor.
Sentados en el piso, sin zapatillas ni medias muchas veces en invierno, limpiando parabrisas o haciendo malabares en los semáforos.
¿Y que podemos hacer? Supuestamente no se les puede dar plata porque eso alimenta el círculo vicioso. Tampoco puede uno bajarse del auto para comprarles comida. Nunca tenemos tiempo. Siempre estamos llegando tarde a algún lado.
Entonces, empezamos a ignorarlos, no los vemos más. Un buen mecanismo de defensa para nosotros que resulta nefasto para ellos. Nadie los ayuda, a nadie le importa. Es asunto del estado, o de las ONG, no es asunto nuestro.
Y nos quejamos por la falta de consideración de los demás, por los que no dan el asiento a las embarazadas, por los que empujan, por todos esos maleducados diarios, sin darnos cuenta de que nuestra desconsideración hacia estos niños es más terrible.
No son más personas, no existen, molestan en nuestro camino.
Después esos chicos crecen. Crecen con odio, con tristeza, crecen torcidos.

Entonces tampoco les importa nada, si a nadie les importa de ellos. Y muchos salen a robar, y matan por un celular.
Y la sociedad se horroriza, y se pide mano dura. Y se los hacina en reformatorios. Salen en un par de meses, y vuelven a matar, comenzando así
un circulo vicioso que raramente se puede romper.

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